En este artículo, se analiza la obra de Sigmund Freud «El malestar en la cultura» desde una perspectiva psicoanalítica contemporánea, reflexionando sobre la vigencia de sus conceptos en la sociedad actual. Se abordan reflexiones sobre la naturaleza de la agresividad, destacando la importancia de los mecanismos económicos en este proceso, en especial la función de los diques anímicos. Se destaca la compasión como un dique fundamental que limita la expresión del sadismo, influyendo en la constitución y desarrollo del yo. Además, se exploran la culpa y la compasión como pilares en la cultura actual en términos de identificación, generando diversas propuestas identificatorias en el individuo.
Stanley Gonczanski – “Koons Lady”, 2018. Glicée sobre foamboard
El artículo El malestar en la cultura data de 1930, pero Freud ya venía interesado en temas sociológicos desde hacía unos años atrás. Comenta Strachey en la introducción de la obra, que el título original fue La infelicidad en la cultura, que luego cambió por el término malestar. Consideramos que lejos de ser una pieza de museo, este artículo sigue siendo fecundo para pensar el estado de situación de nuestros tiempos, pero también de nuestra clínica. La potencialidad explicativa de este artículo radica en las herramientas conceptuales que nos ofrece para reflexionar desde un psicoanálisis situado. Cuando decimos situado, nos referimos a pensar un psicoanálisis lationamericano, en Argentina, en un tiempo de post-pandemia, y en una profunda crisis económica y política, inmerso en un proceso de deterioro del tejido social como otro efecto del llamado capitalismo neoliberal, y que a su vez resiste por conservar la memoria a pesar de que todavía se viven los efectos de la degradación de la palabra por la historia de golpes cívico-eclesial-militares. Se habla de estar atravesando una crisis civilizatoria a nivel global, que trae consigo la caída de ciertas instituciones —incluida la institución del género, las sexualidades, la familia tradicional burguesa, entre otras—.
La idea transversal al artículo es que la cultura exige la renuncia pulsional, en términos de la pérdida de una satisfacción individual como fundamento y condición de la vida de sociedad, y del lazo con otros. En términos del proceso lógico de desarrollo psicosexual, diríamos que en un sujeto infantil se produce el pasaje de la satisfacción autoerótica al amor de objeto. Recordemos que el autoerotismo es aquel tiempo donde la pulsión se satisface en el propio cuerpo o en el cuerpo de un otro, sin percepción de ese otro como sujeto. El amor de objeto implica el enlace al otro, esta es una conquista psíquica, una sofisticación del aparato, que exige la renuncia pulsional. Nadie renuncia a un placer ganado sino es por otro placer mayor, y ese placer es el amor del otro. En este punto, se nos podría objetar que entre el autoerotismo y el amor de objeto existe otra etapa de evolución libidinal que es el narcisismo. Este es un estadio intermedio donde la colocación de la lidibo se vuelca sobre la representación yoica, pero incluso en ese movimiento necesitamos de un otro que, desde sus sistemas narcisisticos, invista al cachorro humano como una representación totalizante, humanizandolo, y propiciando las vías colaterales como modo de domeñar la pulsión y como condición necesaria para la constitución del yo. Podríamos pensar que el amor que se tiene a sí mismo es residual al amor que se ha recibido de otros: siempre hay un otro en los orígenes y en el horizonte.
Otra idea fundamental de la obra es que existen tres fuentes del sufrimiento humano: la hiperpotencia de la naturaleza, la vulnerabilidad de los cuerpos y “la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres, en la familia, el estado y la sociedad” (p. 85). Nos interesa particularmente la última de las fuentes, porque nos ubica en el terreno anímico, y de la inexorable tendencia al conflicto intrapsíquico. Gran parte de la obra está dedicada a reflexionar sobre el papel que tiene la cultura en los modos en que se regulan los vínculos recíprocos entre seres humanos. Y aparece en el centro de la escena una tendencia que hasta el Más allá del principio de placer (1920) no había aparecido como independiente; se trata del “reconocimiento de una pulsión de agresión especial, autónoma, que implicaría una modificación en la doctrina psicoanalítica de las pulsiones”. La pulsión de muerte aparece como una pulsión agresiva independiente, “la inclinación agresiva es una disposición pulsional, autónoma, originaria del ser humano” (p. 117). La inclinación a la agresividad se nos despliega en una doble dimensión: por un lado aparece como “perturbadora de los vínculos” (p.109), y por otro como “el medio para satisfacer las necesidades vitales o el dominio de la naturaleza” (p. 117). Si pensamos la agresividad como una tendencia, ¿de qué manera el psiquismo puede dominarla?, desde el punto de vista económico, ¿qué mecanismo actúa en este proceso? ¿Cómo se articula con la noción de diques anímicos? Si seguimos con el recorrido de los tiempos lógicos de constitución psíquica, retomamos el artículo de La represión (1915) para ubicar la instalación de la represión originaria o primordial como aquel momento de separación entre la actividad consciente e inconsciente. En términos económicos, la fundación de lo inconsciente equivale a la instalación del contrainvestimiento como aquel mecanismo que supone un gasto de energía permanente contra las tendencias que pugnan por irrumpir en la conciencia. Este es un supuesto necesario para que, posteriormente, opere la represión propiamente dicha. En Tres ensayos de teoría sexual (1905), Freud ubica que en el interior del aparato se edifican poderes anímicos que ayudan al contrainvestimiento, que “más tarde se presentarán como inhibiciones en el camino de la pulsión sexual y angostarán su curso a la manera de unos diques (el asco, la vergüenza, los reclamos ideales de lo estético y en lo moral)” (p. 161). Siguiendo con esta línea, Freud ubica que el primer dique se edifica durante la etapa anal-retentiva, constituyendose la barrera del asco. Ya no podemos sostener la frase freudiana sobre que el niño le regala las heces a sus padres, lo que le regala es la renuncia a no hacerse encima, regala este rehusamiento a cambio de conservar su amor: en esta renuncia está el germen de la ética. De lo anterior se desprende que nuestro autor menciona a la compasión como el dique que pone coto al sadismo, ¿cómo lo podemos pensar en relación a la constitución y desarrollo del yo? Para Freud (1905) la crueldad es enteramente natural en el carácter infantil; de hecho la inhibición en virtud de la cual la pulsión de apoderamiento se detiene ante el dolor del otro y la capacidad de compadecerse se desarrollan relativamente tarde, y advierte que “la ausencia de la barrera de la compasión trae consigo el peligro de que este enlace establecido en la niñez entre las pulsiones crueles y las erógenas resulte inescindible más tarde en la vida” (p. 175). Es necesario devolverle la dignidad al dique de la compasión, porque allí podemos encontrar la formación reactiva a la pulsión de agresión, sobre todo si se erige como ideal superyoico. De ahí deriva la noción de conciencia de culpa, que no es sino angustia frente a la pérdida de amor. “Lo malo es, en un comienzo, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida de amor; y es preciso evitarlo por la angustia frente a esa pérdida” (p. 210). De esta manera el superyó castiga al yo pecador con los mismos sentimientos de angustia; “es entonces la expresión inmediata de la angustia frente a la autoridad externa el reconocimiento de la atención entre yo y en esta última el retorno directo del conflicto entre la necesidad de su amor y el esfuerzo la satisfacción pulsional producto de inhibición es la inclinación agredir” (p. 132). Ahora bien, ¿qué papel tiene la culpa y la compasión en la cultura actual en términos de propuesta identificatoria? Sin dudas el título original de la obra, inspirado en la pregunta sobre la felicidad sigue conservando su valor especial en la actualidad: vivimos en una época atravesada por el deber ser de la felicidad, el imperativo de la felicidad aparece en el discurso mediático, en las redes sociales y en los medios de consumo como el “¡viví el hoy!”, en discursos religiosos como el “¡Pare de sufrir!”, en algunos feminismos del mandato superyoico de “si duele no es amor”, o incluso en las plataformas electorales y propuestas de algunos partidos políticos bajo lemas como “la revolución de la alegría” o “viva la libertad”. El tipo de lazo social del discurso neo-capitalista y liberal está dirigido a sujetos-consumidores, es decir, que propicia modos desregulados de goce, de satisfacción inmediata y de ausencia de proyecto a futuro dejando al sujeto con dificultades para la postergación. ¿Qué clínica podemos hipotetizar frente a este escenario? Hoy nos encontramos con fenómenos transnosográficos que dan cuenta de una mayor tendencia al goce inmediato como las toxicomanías y problemáticas de consumo, compulsiones, autolesiones, anorexias, y ataques de angustia. Estos modos de presentación de la clínica del exceso dan cuenta de fracasos en la organización sintomática y dejan ver su cometido menos logrado en el reequilibramiento psíquico. Estas son algunas de las formas que el malestar cobra en nuestra cultura, que propone objetos de consumo inmediato y de descarte dejando a los sujetos anclados en modos desregulados de goce, y también a intentos frustros de descarga, que no resuelven la excitación, ni generan un equilibramiento psíquico, sino que están más del lado de a la evacuación.
Retomando lo planteado por Freud en relación al mandamiento «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (p. 106) ¿Qué clase de responsabilidad se impone al sujeto en relación al prójimo/semejante? ¿Qué extensión tiene el significante prójimo (pienso que en algunos sujetos puede ser la humanidad en su totalidad hasta otros dónde el semejante se limita a lo idéntico)?. En este punto Freud choca con la pulsión destructiva, y sostiene que “el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infringirle dolores, martirizarlo, y asesinarlo. (p. 108). Por eso es necesario repensar la noción de prójimo, que podemos reemplazar por la de semejante. Bleichmar (2016) establece la diferencia entre la construcción de un sujeto ético y un sujeto disciplinado, “el sujeto disciplinado no es el sujeto ético. Más aún: no se puede seguir discutiendo acerca de la “puesta de límites”, sino acerca de las legalidades que lo constituyen como sujeto” (p. 17). En este punto cobra vital importancia la doctrina del Edipo, sostenido en la asimetría de entre el adulto y el sujeto infantil, asimetría de poder y de saber, que “debe ser repensado en términos del modo en que cada cultura pauta el acotamiento de la apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto” (p. 18). Y desde este lugar, cuando proponemos pensar la extensión de la categoría prójimo o semejante, en articulación con la ética, elegimos retomar el sentido dado por Lévinas y retomado por Bleichmar (2016) como:
el reconocimiento de la presencia del semejante, como ruptura que el semejante inscribe en mi solipsismo y en mi egoísmo; así, el cuerpo del niño es acotado como lugar de goce para el adulto, en la medida en que éste siente hacia el niño el amor en los términos de la ética. Vale decir, el amor sublimatorio posee la capacidad de tener en cuenta al otro, de considerar al otro como subjetividad (p. 18).
Los modos de regulación del lazo al semejante, los destinos que encuentre la pulsión agresiva estarán dados por el tipo de enlace que el sujeto establezca con la ley, más específicamente, con el tipo de enlace amoroso al objeto del cual emana la ley. Así podemos pensar en sujetos éticos que cumplen con la ley por el enlace libidinal al objeto del cual emana, posibilitando el rehusamiento a su apropiación, y que es capaz de sentir culpa ante la posibilidad de dañarlo; en oposición a un sujeto disciplinado que cumple con la ley por temor al castigo. Podemos pensar en un pequeño recorte clínico para plasmar esta diferencia: un varón que ha ejercido violencia de género cumple con una medida de distanciamiento perimetral que le prohíbe acercarse a la víctima. Estamos frente a un problema, que queda del lado disciplinario de la punición; en cambio, esto podría transformarse en un verdadero conflicto psíquico, si dentro de este sujeto se constituyen ideales de no-violencia que haga entrar en contradicción la pulsión de agresión, permitiendo que haya ambivalencia, sentimiento de culpa, y por lo tanto, posibilidad de cambio. Esta diferencia nos abre el campo para poder pensar en diferentes manifestaciones de violencias de nuestros tiempos, e incluso las formas desubjetivación actuales que son silenciosamente violentas y que se expresan en la indiferencia y la marginación a ciertos sectores sociales y ciertas subjetividades — racializadas, disidentes, pobres, corporalidades no hegemónicas, etc. —. Aquí es donde radica la diferencia entre tomar al otro como objeto, sea objeto de amor o de odio; o directamente no reconocerlo en su subjetividad, y en este movimiento de desubjetivación aparece la indiferencia como el modo de expresión más sutil de la violencia.
Para Freud (1930) el superyó de la cultura fue plasmando sus ideales y reclamos, dentro de los que atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos, se pueden resumir bajo el nombre de ética. “Y en efecto la ética se dirige a aquel punto que fácilmente se reconoce como la desarrolladora de la cultura. La ética ha de concebirse entonces como un ensayo terapéutico como un empeño de alcanzar por mandamiento del superyó lo que hasta ese momento el restante trabajo cultural no había conseguido”(pp. 137-138). El trabajo analítico como práctica ética no se limita a cumplir con las reglas técnicas o la abstinencia, sino que se extienden a “los modos de posicionarse intersubjetivamente con el otro en tanto sujeto sufriente” (Bleichmar, 2016, p. 32). Es por ello, que El malestar en la cultura puede oficiar como complemento ético al corpus de la metapsicología freudiana, ubicando en la centralidad lo más valioso de nuestra disciplina: su ética.
Referencias bibliográficas
Bleichmar, S. (2016). La construcción del sujeto ético. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Paidós.
Freud, S. (1930 [1929]): El malestar en la cultura, A. E., XXI.
Freud, S. (1905): Tres ensayos de teoría sexual, A.E., VII.
Freud, S. (1915): La resistencia, A.E., XIV.
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