“Pensar, investir, sufrir. Los dos primeros verbos designan las dos funciones sin las cuales el yo no podría advenir sin preservar su lugar sobre la escena psíquica. El tercero, el precio que deberá pagar para lograrlo” (Aulagnier, 1975).

Para rastrear los orígenes de la esencia del concepto de Hilflosigkeit, tendríamos que remitirnos al texto La interpretación de los sueños (1900) donde Freud comienza a desarrollar la hipótesis tópica que da cuenta de la existencia del aparato psíquico y se pregunta, fundamentalmente, acerca del envión que posibilita su constitución. Plantea que, cuando el cachorro humano nace, lo hace provisto de una serie de reflejos de carácter instintivos que estarían al servicio de mantener al aparato exento de estímulos que pudieran perturbarlo. Sin embargo, el apremio de la vida y de las necesidades fisiológicas pondrían de manifiesto la insuficiencia de estos recursos para morigerar las tensiones producidas. Dice Freud (1900) “la excitación impuesta por la necesidad interior buscará un drenaje en la motilidad que puede designarse alteración interna o expresión emocional. El niño llorará y pataleará inerme (…). Sólo puede venir un cambio cuando, por algún camino (en el caso del niño por el cuidado ajeno), se hace la experiencia de la vivencia de satisfacción que cancela el estímulo interno” (p. 557). Esta cita permite ilustrar el alcance del término alemán Hilflosigkeit, acentuando la posición del cachorro humano frente a estas excitaciones, caracterizándose por la incapacidad de auxiliarse a sí mismo. Muchos han sido los intentos por traducir este término al castellano, siendo la propuesta introducida por Laplanche (1992) a partir de la creación del neologismo desauxilio, aquella que permite poner el acento en la imposibilidad del cachorro humano de emprender una acción coordinada y eficaz que le permita la cancelación de la necesidad por sus propios recursos; incapacidad que, en otras palabras, proviene de la imposibilidad de auxiliarse a uno mismo. En palabras de Laplanche (1992) la característica del desauxilio es precisamente la incapacidad del niño para desencadenar él mismo la acción que pueda vaciar el reservorio de manera durable. Todo lo que puede hacer es gritar, no siendo los gritos en sí mismos, por otra parte, más que la expresión puramente mecánica del desborde no específico. Son gritos que suscitan «el auxilio ajeno», caracterizado ante todo la acción de la madre, por el aporte de alimento (Laplanche, 1992 , p. 34). En este punto, la diferencia fundamental con el término de desamparo alude a que esta categoría pone el acento en la falta de sostén externo, mientras que desauxilio remite a imposibilidad intrapsíquica de ligar esas excitaciones.
La noción de traumatismo resulta inseparable del concepto de desauxilio. Desde Freud a esta parte existen diversos modos de concebir y teorizar al traumatismo, cuestión que se puede unificar bajo la propuesta de dos modelos. Por un lado, bajo la propuesta de la teoría traumática de la neurosis se propone que lo traumático es un factor que se inserta o se inscribe en una serie preexistente desencadenando un síntoma, motivo por el cual el traumatismo se constituye en la articulación de una serie, tal como fue planteado por Freud (1916) en las series complementarias. Mientras que un segundo modelo, más centrado en la dimensión económica, pone el acento en las grandes cantidades de excitación que ingresan al aparato y toman al Yo impreparado y desprevenido, lo cual no le permite poner en juego los recursos para la ligazón de esa excitación. En este sentido, Bleichmar (2010) define al traumatismo por la relación existente entre el impacto de una determinada vivencia o acontecimiento, el aflujo de excitación desencadenada y las posibilidades ligadoras del Yo. Esto quiere decir que el traumatismo no se monta sobre la predisposición infantil como un eslabón más, no desencadena algo ya existente, sino que produce algo nuevo aun cuando pueda activar algo anterior. Supone una saliencia que implica una fractura de los modos defensivos empleados -hasta el momento- por el psiquismo, a los fines de obtener estabilidad. En este punto, es que el traumatismo reproduce la situación inicial de desauxilio donde el cachorro humano se encuentra inerme frente a los grandes montos de cantidades hipertróficas que lo avasallan.
La existencia de este estado de desauxilio inicial supone una condición necesaria pero no suficiente para la constitución de un aparato psíquico, ya que, en sentido estricto, el niño llora cuando tiene hambre, por lo que solo bastaría con la resolución de la tensión producida por esta necesidad. Con lo cual, sería perfectamente posible que, mediante la cancelación de ellas, se pueda poner fin al estado de inermidad. En este sentido, hemos tomado noticia de la existencia de niños ferales que han vivido gran cantidad de tiempo en la selva recibiendo sustratos para la cancelación de sus necesidades fisiológicas, pero sin que ello alcance para que se constituyan como seres humanos. Allí, el niño es tratado únicamente como ser biológico, sin la presencia de otro/s adulto/s que pueda ejercer las funciones humanizantes partiendo de la idea de que ese cachorro humano es un semejante. En este punto, radica la potencialidad humanizante de la acción del adulto, ya que cuando la persona adulta satisface la necesidad alimenticia, al mismo tiempo y sin ser conciente de ello, estaría produciendo -desde su propio Inconciente- un plus de placer que no se reduce a lo autoconservativo en sentido estricto, lo cual supone -a partir de esta acción- una perturbación de lo biológico. A partir de allí, el cachorro, tenderá a la reanimación algo que está más allá de la mera cancelación de la necesidad. “Al comienzo, claro está, la satisfacción de la zona erógena se asoció con la satisfacción de la necesidad de alimentarse. El quehacer sexual se apuntala primero en una de las funciones que sirven a la conservación de la vida, y sólo más tarde se independiza de ella. (…) La necesidad de repetir la satisfacción sexual se divorcia entonces de la necesidad de buscar alimento” (Freud, 1905, p.165). En este sentido, no es casual que Freud tome el chupeteo como modelo de las exteriorizaciones sexuales infantiles, ya que con él pone de manifiesto la existencia de un divorcio entre la búsqueda de placer y la cancelación de la necesidad. El mismo consiste en la acción de mamar con fruición una parte del cuerpo o de mucosa, con la particularidad de que esta acción no tenga como fin la nutrición. (Freud, 1905) En este sentido, la práctica del chupeteo nos conduce a una de las características fundamentales de la pulsión sexual en la infancia: es autoerótica. Según las tesis propuestas en Tres ensayos de teoría sexual (1905), existen tres propiedades específicas de la pulsión sexual en la infancia: es autoerótica, nace apuntalada y son parciales, vale decir que su meta sexual se encuentra bajo el imperio de zonas erógenas, es decir que para alcanzar su satisfacción se debe realizar la estimulación apropiada de ellas.
Respecto al factor del apuntalamiento de la pulsión sexual, Freud (1905) lo ubica sobre una de las funciones corporales importantes de la vida, como lo es la nutrición. Sin embargo, si esto se reduce a ello, supondría que la sola cancelación de la necesidad implicaría la implantación de la pulsión sexual. ¿Qué quiere decir esto? Justamente que, al ubicarlo sobre una función biológica, da por supuesto lo fundamental: la acción de un otro ser humano en la cancelación de la misma, ya que ella podría ser perfectamente saciada sin que haya intervención humana en el proceso y esto no permitiría la introducción de ese exceso de excitaciones -no resoluble- que es aquel que pone a trabajar al psiquismo y donde radica la base de toda simbolización futura. Sin embargo, pese al extravío un tanto biologicista que se deja soslayar en este planteo, Freud en el Proyecto (1895) es muy claro respecto a la idea de que cuando se produce la tensión de la necesidad, viene el adulto e irrumpe con sus cuidados y que es en esta irrupción/acción donde se encuentra la fuente de todos los motivos morales. Es en este punto donde queda más claro el hecho de que el apuntalamiento de la pulsión sexual no solo es sobre la función biológica, sino, fundamentalmente, sobre un otro humano dotado de un aparato psíquico que es quien opera como doble conmutador según Bleichmar (1993), ya que cancela la necesidad introduciendo una serie de excitaciones y, al mismo tiempo, le brinda las vías colaterales necesarias para el drenaje de las mismas; momentos en los cuales se puede comenzar a rastrear los orígenes del amor en el niño y los prerrequisitos para la posterior constitución de una unidad comparable con el Yo.
Una vez implantada la pulsión sexual en el niño, una de sus particularidades -como se nombra anteriormente- es la meta sexual de la misma que remite a la satisfacción. En este sentido, la pulsión es acéfala, es decir que irá a la búsqueda de la descarga y, por tanto, de la satisfacción, por la vía más corta y sin miramiento por el objeto. A esta disposición de la pulsión, Freud (1905) la denomina disposición perversa polimorfa y la ubica como una disposición de la pulsión sexual que es originaria y universal. Quisiera aquí hacer una salvedad. Freud está definiendo a la pulsión como perversa, no al sujeto. No es el niño un perverso, en ningún momento lo define así, sino que la pulsión tiene esa disposición, en la medida en que va a la búsqueda de la descarga sin miramientos. En cambio, plantear que el niño es un perverso polimorfo, supondría hablar de un emplazamiento subjetivo, es decir, se estaría planteando que ya hay un sujeto constituido, un Yo, ya que lo que define la perversión es como el sujeto se sitúa frente a ella. Freud está planteando que, es justamente por este carácter universal y originario de la pulsión sexual, que el niño podrá en un futuro devenir un perverso, pero solo si las condiciones de su crianza lo llevan en esa dirección. (Bleichmar, 1993). Dice Freud: “Es instructivo que bajo la influencia de la seducción el niño pueda convertirse en un perverso polimorfo, siendo descaminado a practicar todas las transgresiones posibles. Esto demuestra que en su disposición trae consigo la aptitud para ello; tales transgresiones tropiezan con escasas resistencias porque, según sea la edad del niño, no se han erigido todavía o están en formación los diques anímicos contra los excesos sexuales: la vergüenza, el asco, la moral” (Freud, 1905, p. 173). Estos llamados poderes anímicos -al que luego se le sumará la compasión- van a constituir diques que irán encauzando la pulsión sexual hacia determinados destinos. Los mismos, según lo planteado por Freud, darán lugar a un periodo de latencia, total o parcial, y más tarde se presentarán como inhibiciones en el camino de la pulsión sexual. (Freud, 1905) Estas inhibiciones no alterarán el carácter acéfalo de la pulsión sexual, pero sí, a causa de las resistencias que se van a ir oponiendo a su descarga directa, obligarán al aparato psíquico a ir construyendo modos de descarga mediatizados. Los mismos constituyen el motivo que permite explicar por qué se comienzan a producir las primeras renuncias pulsionales del niño y de qué manera el niño comienza a incorporar las primeras pautas universales que permiten su ingreso en la cultura. Dice Freud (1905) “En el niño civilizado se tiene la impresión de que el establecimiento de estos diques es obra de la educación, y sin duda alguna ella contribuye mucho” (p. 161).
Este planteo abre a pensar la idea de que la persona adulta no solo es la encargada de implantar la pulsión sexual, sino también de pautar su ejercicio. Ahora bien, ¿por qué el niño renunciaría a un acto que le produce placer? No es por una cuestión meramente pragmática, sino por temor a la pérdida de amor del objeto que le propone este rehusamiento. Cuando un adulto le dice al niñe “los nenes buenos no se hacen caca en cualquier lado”, “las/os niñas/os lindas/os no andan desnudos” le está proponiendo rehusamientos que le niñe va a ir incorporando como pautas que irán produciendo sus renuncias a placeres inmediatos, para la construcción de modos de obtención de placer que sean mediatizados o sometidos a rodeos. Esto es maravilloso porque en este acto ya se pueden rastrear los orígenes de la constitución del amor en el niño y, por lo tanto, los orígenes de un reconocimiento de la intersubjetividad. Ese primer reconocimiento de un otro que supone una renuncia puede pensarse como la base de toda posibilidad de constitución de un sujeto moral o ético. (Bleichmar, 2016) Por ejemplo: si bien el niño comienza a controlar esfínteres para no perder el amor de su madre -tan necesario para la constitución del Yo como instancia psíquica- sucede que, cuando se encuentra en el jardín, siente vergüenza o pudor de hacerse caca ante los compañeritos. Esto da cuenta de que el niño tiene incorporada una legalidad y la misma implica un rehusamiento, no solamente de la acción sino también del deseo de realizarla. Si bien la misma se incorpora por amor al objeto, luego esa legalidad se generaliza e implica una regulación en los modos de relacionarse con los otros entendidos como semejantes. Por eso es que, en el caso, de que ese deseo retorne, va a ser cualificado como vergonzoso para el sujeto, como algo denigrante -pienso que podemos ponerlo en estos términos- que implicaría la pérdida de amor de los otros, pero también de sí mismo. No es casual que varios años después, Freud planteó que el Yo reprime por respeto a sí mismo. (Freud, 1914)
Retomando lo desarrollado, se puede decir que, una vez que estos diques se constituyen, comenzarán a funcionar no solo como pautas morales humanizantes que marcan el ingreso a la cultura, sino también como pautas de carácter ético. Con la presencia de la ética, nos referimos al reconocimiento por parte del adulto de la presencia del niño como un semejante, lo cual permite concebir al cuerpo de este como no como un objeto para su goce, sino que, en tanto siente amor hacia él, poder acotar/renunciar a ese goce, en la medida en que tiene en cuenta al niño como otro, como una subjetividad. “La problemática de la ética empieza con el modo en que el adulto va a poner coto a su propio goce en relación con el cuerpo del niño, inscribiendo, de este modo, en los cuidados que realiza, algo del orden de la circulación ligada, que, siendo libidinal, sin embargo, no es puramente erógena, sino además organizadora. Esta forma de operar del adulto con respecto al niño va a ser la base de todos los motivos morales, como sostiene Freud” (Bleichmar, 2016, p. 18).
Ahora bien, en el contexto sociopolítico actual, el contenido de los enunciados que formatean e inciden sobre la producción de subjetividad se caracteriza por el progresivo retiro del Estado y el avance de discursos de odio que legitiman la destrucción del otro; escenario signado por una idea de libertad en donde pareciera que todo está permitido, divorciada totalmente del lazo social y basada en la imposición del deseo individual omnipotente sobre la cultura de cuidado. En este escenario, se inserta la figura de un capitalismo cuya propuesta radica en el arrasamiento de las personas con el fin de asegurar el flujo de capitales para el enriquecimiento de unos pocos, bajo de una meritocracia que deja a muchxs ciudadanxs reducidos a la inmediatez de tener que resolver lo autoconservativo, sin poder pensar un proyecto futuro.
Teniendo presente este escenario, ¿qué lugar tiene, hoy en día, la propuesta de la instalación de los diques anímicos respecto del refrenamiento pulsional en un contexto donde el otro ha dejado de ser un semejante para convertirse en un cuerpo a arrasar?
¿Cuál es el impacto de los discursos de época imperantes actualmente en el recrudecimiento de la violencia? Lo que anteriormente se instalaba como un dique anímico por amor al objeto que proponía este rehusamiento y resultaba valorado por esos otros significativos aumentando el sentimiento de grandor del Yo, hoy en día se presenta de manera diversa. La propuesta identificatoria basada en los enunciados que conciben al otro como un semejante y que propician la inscripción de la ética bajo el imperativo categórico, se encuentra en un momento de estallido donde lo legitimado realza la idea de un Yo desinhibido sin fuerza ni motivos para retener la fuerza pulsional y el ejercicio de poder sobre el otro. Hoy en día, lo legitimado no es el rehusamiento sino es el ejercicio pulsional cualificado por el Yo como un modo de demostrar su poder omnipotente frente al otro. En este sentido, el retiro cada vez mayor de las instituciones como entes reguladores y, lo que es más grave aún, su indiferencia respecto a los modos de sufrimientos de lxs ciudadanxs con quienes tienen una responsabilidad, se asienta sobre una pedagogía de la crueldad (Segato, 2018) que deja a los sujetos en estado desamparo. En este sentido, se debe privilegiar la posibilidad de pensar sobre los efectos que este escenario tiene, fundamentalmente en niñes y adolescentes, y se debe considerar el desmantelamiento en los modos de subjetivación al que se encuentran sometidos los adultos no pudiendo ofrecer vías colaterales que permitan el drenaje pulsional, por encontrarse ellos mismos arrasados por la precariedad del modelo socioeconómico que rige en estos momentos.
Este aspecto supone la imperiosa necesidad no solo pensar espacios de sostén para hacer frente al desamparo en el que se encuentran las infancias y adolescencias, sino también crear dispositivos tendientes a trabajar con los adultos para sacarlos del estado de alienación en el que se encuentran donde pareciera estar en suspenso la posibilidad de pensar, preguntarse y proyectar.
Como trabajadorxs de la salud y, fundamentalmente, de la salud pública considero que este es uno de los grandes desafíos que presenta la clínica de la actualidad, una clínica signada por el desauxilio de quienes consultan; desauxilio reforzado por el desamparo donde las intervenciones tienen que apuntar a la producción de condiciones que permitan la producción de alguna forma de ligazón inicial que permita que comiencen a ceder modos más evacuativos. La tarea radica en hacer posible una oferta representacional que permita enlazar las situaciones singulares de desauxilio con las manifestaciones evacuativas propias de ese sujeto, bajo la forma de intervenciones simbolizantes que apunten a la transformación de las condiciones intrapsiquicas productoras de sufrimiento.
Bibliografía
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Freud, S., (1900). La interpretación de los sueños. Buenos Aires: Amorrortu.
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Laplanche y Pontalis., (2013). Diccionario de Psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.
Laplanche, J. (1992). La prioridad del otro en psicoanálisis. Amorrortu Ed.
Segato, R. (2018). Contra-pedagogías de la crueldad. Buenos Aires: Prometeo.
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