Morir…, dormir… ¡Dormir!… Tal vez soñar… Si, ese es el inconveniente; porque necesariamente vacilamos ante los sueños que vendrán con ese sueño de muerte, una vez liberados del torbellino de la vida. Es este mismo pensamiento el que prolonga los días de infortunio. Porque ¿quién soportaría los azotes y los insultos del mundo, los abusos del opresor, las afrentas del soberbio, los tormentos de un amor desairado, la dilación de la justicia, la insolencia del poder y los desprecios que el paciente mérito recibe del indigno, cuando uno mismo podría encontrar la paz en la hoja desnuda de una daga?
(Hamlet, 1998, p.80).
El suicidio ha sido objeto de estudio desde diversas perspectivas científicas y sociales a lo largo de la historia. Desde Durkheim hasta las reflexiones contemporáneas, se ha reconocido su complejidad, entrelazada con múltiples factores sociales, políticos y culturales. En este contexto, el psicoanálisis emerge como una herramienta crucial para comprender la singularidad de cada caso, teniendo en cuenta las condiciones socioculturales particulares. En este sentido, la práctica psicoanalítica también se propone dialogar con otras disciplinas y reconocer la influencia de las estructuras sociopolíticas en la producción de subjetividades. En un contexto contemporáneo caracterizado por el desgarramiento del tejido social y la falta de proyectos futuros que permitan poder sostener un proyecto identitario tanto individual como colectivo, los suicidios desesperanzados crecen y devienen inseparables de la caída del Estado como garante de derechos y terceridad protectora. En este sentido, el fenómeno del suicidio nos interpela a todxs como ciudadanxs, exigiendo una respuesta ética y política. En este desafío, el psicoanálisis debe cuestionar sus propios fundamentos, revisar los alcances y límites, pudiendo soportar la incertidumbre del propio accionar, sin identificarse con un ideal de subjetividad heroica. Lo fundamental radica en comprometerse con una práctica reflexiva, dispuesta a escuchar, sin sucumbir a la desesperación, y acompañar el sufrimiento humano en todas sus dimensiones.
A lo largo de la historia, la concepción del suicidio ha ido variando. La primera definición de carácter científico fue propuesta por Durkheim (1897) planteando que “se llama suicidio a toda muerte que resulta, mediata o inmediata, de un acto, positivo o negativo, realizado por la víctima misma, sabiendo ella que debía producirse ese resultado» (p.15). Otras definiciones remarcan el carácter pluridimensional del término: «El suicidio es una urgencia vital situada no sólo en un contexto biográfico y situacional de pérdida de salud, reuniendo todas las características de los procesos crónicos de enfermedad, sino también de debilitamiento de las redes afectivas, sociales y de apoyo institucional» (Rodríguez Pulido y otros, 1991, p. 521).
En el texto “Aproximación social y cultural al fenómeno del suicidio” (2011) el autor plantea una diferencia entre el suicidio y la tentativa de suicidio definiendo a esta última “como el desencadenamiento del suicidio que no llegó a consumarse debido a circunstancias tanto internas como externas. Y donde el conocimiento de las consecuencias que se podían haber producido estaba presente” (Corpas Nogales, 2011, p.2). Aquí, sin embargo, surge el interrogante respecto de si -en todos los casos- el sujeto es conciente de sus acciones y sus consecuencias o si, en ocasiones, el acto tiene el carácter de un pasaje al acto respecto del cual el sujeto no puede dar cuenta de las causas que lo llevaron a realizarlo. Estas preguntas nos permiten abrir el juego y descapturar al suicidio de la definición clásica, entendiendo que cada acto no obedece a la misma significación ni tampoco puede ser analizado por sí solo, sin tener en cuenta sus diferencias y los múltiples factores que lo determinan. En este sentido, cuando los diferentes sujetos llegan al consultorio o al hospital público por un intento de suicidio se debe poder escuchar la singularidad de cada caso, teniendo presente las condiciones socioculturales particulares. Esta cuestión implica definir qué tipo de práctica psicoanalítica queremos realizar y cuál es la noción de sujeto que se esconde tras ella.
Desde las propuestas freudianas, la construcción de los cimientos de la teoría psicoanalítica se ha apoyado en la observación clínica cuyo objeto ha sido un sujeto burgués, androcéntrico, blanco, cisheteronormativo y colonial, con un tipo particular de padecimiento psíquico en función de los determinantes sociales, históricos y políticos; de acuerdo a las particularidades de la época victoriana. Sin embargo, los tiempos cambiaron y ello ha tenido un profundo impacto en la producción de subjetividades. En este sentido, Bleichmar (1999) diferencia los elementos de constitución del psiquismo y producción de subjetividad. La autora define a las primeras como aquellas “cuya permanencia trascienden ciertos modelos sociales e históricos y pueden ser cercadas en el campo específico conceptual de pertenencia” (p.2). Como por ejemplo los conceptos de pulsión, Inconciente, represión, identificación, entre otros. Mientras que el concepto de producción de subjetividad remite “al lugar donde se articulan los enunciados sociales respecto del yo». Y refieren a aspectos variables, cambiantes que definen al sujeto social. Aquellos aspectos históricos, sociales, culturales que dentro del marco político incide sobre la subjetividad. Dentro de este eje, se puede pensar que el incremento en las estadísticas de suicidio adolescente se inscribe en un contexto caracterizado por un desgarramiento del tejido social y, fundamentalmente, por la pérdida de la posibilidad de pensar en un proyecto futuro que sostenga la identidad, tanto individual como colectiva, lo cual ha producido profundos estragos en el psiquismo de los sujetos. La pérdida de proyectos futuros que permitan no quedar reducidos a la inmediatez instala el peligro de morir por un colapso autopreservativo expresado en el naufragio de una identidad construida a lo largo de generaciones. (Bleichmar, 2005) Este naufragio se escucha en los decires de las y los pacientes donde expresan “no tengo ganas de levantarme porque no tengo un proyecto”, “pienso que si renuncio a este proyecto y me pongo a laburar de cualquier cosa para subsistir, dejaría de ser yo”, “siento que perdí las ilusiones que tenía de vivir” o “a veces siento que tengo que renunciar a quién soy para poder seguir viviendo”; retazos que denotan la pérdida de esperanza en la prosperidad por venir.
Recuperando los planteos freudianos respecto a la metapsicología del fenómeno del suicidio, en un debate sobre el suicidio que tuvo lugar en Viena, Freud (1910) se pregunta sobre cómo es posible que la intensidad de la pulsión de vivir llegue a superarse y analiza los motivos de ello, interrogando si remite a razones estrictamente yoicas. Luego, en el icónico texto de Duelo y melancolía (1917) plantea que la inclinación al suicidio es aquella particularidad que vuelve a la melancolía tan interesante como peligrosa. Allí define tanto el trabajo de duelo como la melancolía como procesos que acontecen “frente a la pérdida de la persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc” (Freud, 1915, p.241). Propone como inicio de todo trabajo de duelo lo que denomina examen de realidad, es decir el reconocimiento de que el objeto amado se ha perdido y no existe más. Aquí ya se puede ubicar una primera diferencia trascendental en cuánto a lo que sucede en la melancolía, ya que en ella falta el reconocimiento de la pérdida del objeto; el sujeto sabe qué perdió, lo que no sabe es lo qué perdió con la pérdida del objeto. Esto nos indica que tópicamente el duelo y la melancolía acontecen en localizaciones psíquicas diferentes, ya que en la melancolía “…el enfermo no puede apreciar en su conciencia lo que ha perdido. Este caso podría presentarse aún siendo notoria para el enfermo la pérdida ocasionadora de la melancolía: cuando él sabe a quién perdió, pero no lo qué perdió” (Freud, 1915, p.243). Aquí el autor ubica dos observaciones clínicas que diferencian este estado del duelo normal, a saber: el rebajamiento del sentimiento de sí y los autoreproches. La primera particularidad remite al carácter pobre y vacío que toma el Yo en la melancolía, a diferencia del duelo donde el mundo se convierte en pobre y vacío. Este carácter supone un empobrecimiento de la libido narcisista por lo cual el sujeto se denigra, se humilla, piensa que no merece vivir y manifiesta pérdida de vergüenza por la cual se muestra totalmente humillado en presencia de otros. Mientras que los autoreproches indican que el Yo se culpa a sí mismo por esa pérdida como si la misma fuese algo que le concierne. Estos indicadores clínicos nos llevan a pensar en las premisas que se encuentran en la base de la presentación melancólica, las cuales son: pérdida del objeto, regresión de la elección de objeto a la identificación y la ambivalencia del objeto. Frente a la pérdida del objeto, el Yo en vez de ejercer el examen de realidad que indica que el objeto se perdió, se identifica con él y por tanto, es el Yo el que pasa a ser objeto de autoreproches y el destinatario de la ambivalencia preexistente en el vínculo de amor-odio con el objeto. Cuando el amor hacia el objeto, que no puede ser resignado al mismo tiempo que el objeto mismo, se transforma en una identificación narcisista, el odio se dirige hacia este objeto sustituto de manera cruel, despreciativa y causándole sufrimiento, encontrando una satisfacción sádica. El sufrimiento autoinfligido en la melancolía, claramente placentero, implica, al igual que en el fenómeno paralelo de la neurosis obsesiva, la satisfacción de impulsos sádicos y de odio dirigidos hacia un objeto, que luego se vuelven hacia uno mismo.
“En ambas afecciones suelen lograr los enfermos, por el rodeo de la autopunición, desquitarse de los objetos originarios y martirizar a sus amores por intermedio de su condición de enfermos tras haberse entregado a la enfermedad a fin de no tener
que mostrarles su hostilidad directamente.”(Freud, 1917, p. 249).
Ahora bien, ¿qué condiciones ofrece el escenario contemporáneo para la aparición de estas presentaciones melancólicas? Bleichmar (2009) propone una distinción muy interesante entre la existencia de suicidios desesperados y desesperanzados. Estos últimos se emparentan con las características de las presentaciones melancólicas actuales donde lo que está perdido es la posibilidad de un proyecto que permita la armonización de los aspectos autoconservativos y autopreservativos de la instancia yoica. Ante la pérdida de un ideal tan importante como lo es un proyecto de vida en el cual el sujeto pueda seguir siendo quien es, se pierde el aspecto nuclear que otorga la estabilidad de la instancia yoica en términos autopreservativos: la garantía de permanencia representacional en tiempo y espacio a partir de estar inmerso en un proyecto identificatorio. En este sentido, resulta interesante retomar los conceptos de autoconservación y autopreservación planteados por Bleichmar (2004); elementos sobre los que se construye el núcleo de la instancia yoica. El primer aspecto remite a la conservación de la vida biológica en sentido estricto, mientras que el segundo refiere a la imagen representacional que el sujeto tiene de sí mismo y que remite a su identidad, su modo de ser y estar en el mundo. Según la autora, en tiempos armónicos el Yo puede conservar la alianza entre ambos aspectos pero, en algunas ocasiones, la misma se fractura. En estos casos, el suicidio se constituye como una vía que denuncia la rúptura de esta alianza y la ausencia del Estado como terceridad protectora. En este sentido, la existencia de una mayor cantidad de números de suicidios entre ex combatientes de Malvinas a comparación de los asesinados en la guerra, el conmovedor suicidio del jubilado de un tiro en la cabeza en la sede de la ANSES en Mar del Plata en el año 2007, los suicidios de personas trans travestis por no poder vivir una vida acorde a su identidad autopercibida, los casos de poblaciones indígenas enteras que se suicidan luego de ser desposeidas de sus territorios, siendo estos parte de su andamiaje identitario, son algunos de los ejemplos de suicidios desesperanzados, los cuales son inseparables de la concepción del carácter protector de la legalidad y, por lo tanto, de la presencia de un Estado como garante de derechos, no solo a partir de la promulgación de leyes sino, fundamentalmente, en la realización de acciones para su implementación. En este sentido, se puede pensar en el antes y el después de la promulgación de determinadas leyes cuya base es la ampliación y garantía de derechos, y evaluar el impacto material en las condiciones de vida de estas poblaciones. En el caso de la Ley de identidad de género n° 26743 sancionada en 2012, antes de su promulgación, las estadísticas de suicidio en la población travesti/trans resultaban alarmantes. Estas subjetividades eran criminalizadas, abusadas, arrojadas al vertedero de lo marginal, cuyas condiciones materiales de existencia no estaban garantizadas y donde la clandestinidad oficiaba como el único refugio posible para ser quienes eran -teniendo una esperanza de vida de 30 años- en el mejor de los casos. Hasta este momento, la ausencia del Estado como garante de derechos se traducía no solo en la inexistencia del carácter protector de la legalidad -hecho que descansa en la imposibilidad de registrar al otro como un semejante con quien se tiene una responsabilidad- sino también en la particularidad de que era el Estado quien ejercía estos ataques; es decir que aquel organismo cuyo fin era la protección de los ciudadanos, se convertía en aquel que perpetuaba los ataques. Si bien esto fue lo que sucedió en la época de la dictadura cívico militar transcurrida desde 1976 hasta 1982, sobre el colectivo trans y travesti, esto continúo aún finalizada la misma. Según Lohana Berkins (2003) “para las travestis, el estado de sitio es a diario. La rutinaria persecución policial, las acostumbradas restricciones a circular libremente por las calles portando una identidad subversiva, los permanentes obstáculos para acceder a derechos consagrados para todos/as los/as ciudadanos/as del país, entre otros, hacen de la vida travesti una vida en estado de sitio.” (p.65) A partir de la sanción de la Ley n° 26743 se produjeron mejoras en la calidad de vida de algunas personas trans, incrementando sus posibilidades de acceso a la educación, el trabajo y la salud. Fue justamente a partir de este avance en materias de derechos que las personas trans han comenzado a llegar a los consultorios para poder hablar de sus padecimientos, allí cuando antes la única opción era el silencio y el disciplinamiento. Pese a esta gran conquista, en la actualidad, son moneda corriente los suicidios en esta población, debido a que la existencia de la ley no implica necesariamente su correcta implementación. En el 2021, la organización Hombres Trans Argentina realizó el primer relevamiento federal transmasculino y no binarie del país según el cual, el 60% de los varones trans intenta suicidarse, el 90% sufre acoso, insultos, abuso físico y sexual y el 45% de los varones trans encuestados evita salir a la calle. El estudio señala además que el 50% de la población transmasculina y no binarie no cuenta con trabajo registrado. Cabe aclarar que las personas encuestadas que no poseen un empleo formal respondieron que su fuente de ingresos son emprendimientos personales, changas eventuales y el trabajo sexual. En este sentido, resulta interesante recuperar los aportes que Corpas Nogales (2011) retoma en su artículo. Allí plantea que considerando al suicidio desde una visión social, se deben tener en cuenta elementos como el nivel socioeconómico, la pérdida de status social, la posibilidad de acceso a la educación entendiendo -en palabras de Durkheim- a la escuela es uno de los principales elementos de socialización y de integración social, junto con la familia y el grupo de pares. Ahora bien, ¿Qué sucede cuando la escuela no oficia como un espacio de contención sino como un territorio hostil y atacante? En este sentido, desde la Organización de Varones Trans de Argentina (2023) consideran que el suicidio de un varón trans es un asesinato social y lo definen como “aquello que sucede debido a las actitudes, acciones y comportamientos que ejerce la sociedad o una parte de ella sobre una persona o grupo de personas que la llevan a la muerte. Cuando una persona trans se quita la vida por bullying, acoso, falta de acceso a derechos, violencia institucional, daño, desidia que recibe por formar parte de un colectivo, es un asesinato social. Los suicidios de varones trans no se deben a nuestra identidad, sino a fallas en todo el sistema de contención y al incumplimiento de los Estados a los derechos fundamentales. Por eso son crímenes sociales”. Según los planteos de Noceti y Eliosoff (2010-2013) en su investigación sobre el suicidio realizada en varones cisgénero entre 15 y 25 años, el aumento de suicidios corresponde a la falta de proyectos de vida, como diría Bleichmar (2008) a la imposibilidad de pensarse en un proyecto futuro. En ese sentido, se puede pensar que en la población travesti trans, la ausencia de promesas futuras, las fallas en el sistema de contención, el incumplimiento de sus derechos y la falta de redes de cuidado producen un obturamiento para la garantía de condiciones mínimas que permitan vivir acorde a su identidad.
Por otra parte, es interesante pensar lo que sucede con aquellos pueblos originarios, cuyas comunidades se suicidan producto del despojo de sus territorios. La amenaza de avance sobre los territorios indígenas por parte de explotaciones mineras y empresas extranjeras puso de manifiesto la necesidad de crear una ley que lo regule. Por este motivo, en el año 2006 se sancionó la ley 26160, la cual declaró la Emergencia de la Propiedad Comunitaria Indígena e instruyó la realización de un relevamiento de tierras de comunidades indígenas en el país, así como indicó la suspensión de los desalojos o desocupación de las tierras contempladas en la Ley hasta tanto el relevamiento no esté concluido. Sin embargo, este relevamiento nunca fue finalizado y los pueblos originarios siguen siendo expulsados de sus territorios, con la particularidad de un contexto actual donde peligra la derogación de la presente ley como de muchas otras que amparan derechos humanos. Ahora bien, ¿por qué nos detenemos en este aspecto? ¿Qué es lo que pierden estas comunidades con la pérdida de su territorio y por qué es tan necesaria la presencia de una ley que ampare este derecho?
En este sentido, es interesante recuperar los planteos de Freud (1923) donde propone que “el yo es ante todo una esencia cuerpo; no es solo una esencia superficie, sino él mismo la proyección de su superficie” (p.27). Ahora bien, ¿cómo es que se produce esa proyección de la superficie corporal? El Yo, siendo una proyección a nivel psíquico de una superficie corporal que toma a su cargo las representaciones de lo vital, no es producto de una delegación representacional directa, sino mediada por un sistema simbólico otorgado por otro humano inserto en la cultura. Sin embargo, hay culturas -como es el caso de muchas comunidades de los pueblos originarios- en las cuales el yo no termina en la superficie corporal sino que se continúa en los objetos y en el territorio, motivo por el cual perder el espacio vital equivale a la muerte misma.
Retomando la tesis freudiana respecto de que el Yo se constituye a partir como una representación que supone no sólo su superficie sino la proyección de la misma, resulta interesante hacer una última reflexión en torno a la relación existente entre la construcción de un cuerpo y su carácter legitimador de la identidad. Cabe destacar que el entramado identitario en el que el sujeto se instala debe ser respetado como condición de estabilidad estructural y solo interrogado cuando su equilibramiento se encuentre en riesgo o empobrezca sus mejores posibilidades de realización subjetiva. Dentro de ese tejido, la identidad de género no basta para recubrir la identidad sexual, en tanto prioriza los modos histórico-sociales de producción de subjetividad, siendo insuficientes para dar cuenta de las formas de articulación del deseo que se genera en la intersección entre los sistemas psíquicos. (Bleichmar, 1999) Las identidades trans y las metamorfosis en las subjetividades sexuadas que no se ubican dentro de las representaciones sexo-genéricas correspondientes a la matriz colonial, hacen estallar el binarismo y obligan a un trabajo de depuración de los enunciados que fundan la teoría de la diferencia sexual como organizador fundamental del sujeto. Que la diferencia de sexos haya sido el parámetro que, en el marco del régimen sexual moderno, vertebró el sistema sexo-genérico y sus asimetrías posicionales, no la convierte por eso mismo en un determinante primario de la constitución del sujeto ni en el equivalente del reconocimiento de la alteridad. (Blestcher, 2017) En palabras de Lohana Berkins (2003) “nuestra existencia como travestis rompe, de alguna manera, con los determinantes del género. La deconstrucción de las dicotomías jerarquizadas que se nos imponen es nuestra meta. En otras palabras, quiero decir que el travestismo constituye un giro hacia el no identitarismo. Creo que en la medida en que las identidades se convierten en definiciones señalan límites y se vuelven fácilmente separatistas y excluyentes. (…) Hoy tratamos de no pensar en sentido dicotómico o binario. Pensamos que es posible convivir con el sexo que tenemos y construir un género propio, distinto, nuestro” (p.67). Según los aportes Marlene Wayar (2018), es precisamente el cuerpo travesti aquel que delata la identidad travesti ante la sociedad y, por tanto, el ensañamiento policial se encuentra dado a causa de la significación de los cuerpos como productos que no deben existir y a los que hay que aniquilar. En este sentido, Bourdieu (1986) plantea que la mirada social no es un simple poder universal y abstracto de objetivación sino un poder social que debe en parte su eficacia al hecho de que encuentra en aquél al que se dirige el reconocimiento de categorías de percepción y de apreciación que él le confiere. En este sentido, la construcción de un cuerpo y su carácter de legitimación no se constituye por fuera de una cultura que privilegia ciertos tipos de cuerpos, de operaciones y de marcas sobre él mismo a los fines de que su clasificación pueda enconsetarse dentro de las categorías sexo-genéricas edificadas para su disciplinamiento. En esta dirección, Bourdieu (1986) plantea que “la representación social del cuerpo propio, con la que cada agente social ha de contar desde que nace para elaborar la representación subjetiva de su cuerpo (y más soterradamente, su hexis corporal), es pues el resultado de la aplicación de un sistema de clasificación social cuyo principio regulador es el mismo que el de los productos sociales a los que se aplica” (p185). En este sentido, surgen algunos interrogantes en relación al suicidio de personas trans y no binaries: ¿qué papel desempeña el conflicto entre la construcción no binaria del cuerpo en tanto legitimador de la propia identidad y la presencia de un sistema binario de clasificación social de los cuerpos? ¿Cuál es la relación existente entre el suicidio de estas comunidades y la ausencia de la legalidad como instancia protectora garante de derechos? Como psicoanalistas, ¿hasta qué punto estamos anoticiadxs de las categorías binarias cisheteronormativas y coloniales inmersas en la teoría y desde las cuales escuchamos? ¿Qué tipo de escucha brindamos ante pacientes que relatan situaciones de suicidio y, hasta que punto, podemos comprender la especificidad de su sufrimiento? ¿Hasta qué punto, muchas veces, nuestra escucha queda coagulada en nuestras propias categorías sin poder comprender el impacto tópico del contexto sociopolítico en la singularidad de cada subjetividad?
En este sentido, se debe destacar que son justamente las comunidades LGBTTIQ+ junto con los pueblos originarios y aquellas subjetividades que exceden estas categorías las que nos interpelan y nos invitan a fugarnos del género y de la colonialidad para poder escuchar la especificidad de su sufrimiento. Por estos motivos, sostenemos que la ilusión de un Psicoanálisis ahistórico, apolítico, universal y extraterritorial implica una posición política que naturaliza y no problematiza tanto la existencia como el impacto de las condiciones sociopolíticas y relaciones de poder sobre la producción de las subjetividades. La consecuencia de esta postura, por un lado, produce cierto alivio por el refugio en las certezas consabidas pero, por otro lado, tiene como alto costo el obturamiento de la escucha por parte de lxs analistas, lo cual tiene consecuencias iatrogénicas, tanto en términos prácticos como éticos.
Para concluir, queremos poner en primer plano que, en muchas oportunidades, el trabajo con pacientes en los cuales el suicidio aparece como una posibilidad confronta al analista con el borde de su propio analisis. (Vallone, 2014) Esto demanda la necesidad de revisión de los alcances y límites del propio accionar sin llegar al extremo de la desresponsabilización desvergonzada, pero pudiendo soportar la incertidumbre de la propia práctica, alejándose del ideal de subjetividad heroica (De aldea, 1999). En este sentido, para el abordaje clínico de esta problemática resulta menester no sucumbir a la desesperación, ya que esto podría obstaculizar la capacidad de escucha produciendo un borramiento del paciente como sujeto de la enunciación, así como desviar el propósito de la intervención terapéutica hacia un mero ejercicio de identificación con una posición omnipotente. En lugar de ello, el enfoque debe orientarse hacia el apaciguamiento y la resolución del sufrimiento psíquico, recordando que el psicoanálisis surgió como una práctica vanguardista cuyo principal objetivo ha sido la transformación de las condiciones que producen padecimiento psíquico en un sujeto determinado.
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